Greimas, A. J., La semiótica del texto. Ejercicios prácticos, trad. Irene Agoff, Buenos Aires, Paidós, 1993, pp. 15-19.
(p.
15)
I
1. La lectura de un cuento literario que
aquí proponemos pretende ser una muestra de ejercicios prácticos, es decir, una
ilustración del encuentro entre el semiótico —que interroga al texto y lo
manipula— y el texto mismo, que le opone, unas veces su opacidad, y otras una
transparencia que no hace más que reflejar los juegos de múltiples facetas en
él inscritos. Al igual que la exploración del etnólogo, instalado sobre el
terreno, este trabajo sobre el texto podría tomarse como un ingenuo retorno a
las fuentes por parte del semiótico.
Comparación que aun es posible extremar:
como sucede con el extranjero que, al establecerse junto a una comunidad de la
que se sabe diferente, trae consigo, además de una simpatía un tanto hipócrita —por
basarse en el postulado de la diferencia—, todo su saber anterior debidamente
organizado, la relación del analista con el texto nunca es inocente, y suele
ocurrir que la ingenuidad de las preguntas que le formula sea tan sólo fingida.
Felizmente —y hay aquí una recompensa para esfuerzos que no guardan proporción
con (p. 16) los descubrimientos—, de vez en cuando tropieza con hechos que trastocan
sus certezas y le obligan a poner en entredicho explicaciones dispuestas de
antemano. Esta ruta sembrada de obstáculos, según la conocida imagen de
Condillac, es quizá la de toda práctica científica.
2. Si hay un campo en que la
investigación semiótica parece haber logrado establecer sus cuarteles, ese
campo es, sin duda, el de la organización sintagmática de la significación. No se
trata, por supuesto, de un saber indubitable ni de adquisiciones definitivas,
sino de una manera de enfocar el texto, de procedimientos de segmentación, del
reconocimiento de unas cuantas regularidades y, sobre todo, de modelos de
previsibilidad de la organización narrativa, aplicables en principio a toda
clase de textos e incluso, como resultado de extrapolaciones presuntamente
justificadas, a encadenamientos más o menos estereotipados de conductas
humanas.
Una vuelta al trabajo de Propp, y sobre
todo su inserción en el terreno de investigación abierto por los análisis
mitológicos de Dumezil y Lévi-Strauss, hicieron posibles estos estudios. La aparente
simplicidad de las estructuras narrativas que Propp reconoció en los cuentos
populares, así como la feliz elección de su terreno de maniobras, explican tan
triunfal retorno: el cuento maravilloso de la infancia presta de buena gana su
evidencia a la limpidez de la demostración. Así pues, hemos trabajado, no sin
algunas recomposiciones y generalizaciones, y seguimos trabajando sobre la base
de esta adquisición proppiana.
Hoy, cuando sus virtudes heurísticas
parecen estar agotándose, podría ser tentador —aunque poco original— seguir el
ejemplo de este autor y, según el principio que invita a ir de lo conocido a lo
desconocido y de lo más simple a lo más complejo, pasar de la literatura oral a
la literatura escrita, del cuento popular al cuento culto, buscando una
confirmación de los modelos teóricos parciales con que contamos y resistencias
factuales que incrementarían nuestro saber sobre las organizaciones narrativas
y discursivas.
3. En el campo del análisis de discursos
narrativos, metodológicamente circunscripto, es la semiótica literaria la que,
por el número de investigadores y la calidad de sus trabajos, ocupa el primer
lugar, claro está que también el lugar más expuesto, tanto al elogio como a la
crítica. A decir verdad, la rapidez de su desarrollo y la amplitud de sus
ambiciones tenían que inspirar cierta inquietud: “quien mucho abarca, poco
aprieta”, dice una antigua sabiduría. Así pues, la impresión de que dichos
estudios parecen hoy mostrar el camino, se debe a que en este terreno sabemos
ciertamente demasiadas cosas, pero las conocemos mal. Esta crisis de
crecimiento —porque de eso se trata— se manifiesta en varios síntomas que a
veces cobran forma de atolladeros:
a) Cierta aplicación mecánica des
esquema proppiano por la cual, tras su simple proyección sobre textos
literarios, se reconoce en ellos (p. 17) una serie esperada de “funciones”, o
aún más, la utilización de modelos reducidos que definen en relato, por
ejemplo, como una sucesión de mejoras y agravaciones de la situación, se presentan
como otras tantas técnicas repetitivas, sin proyecto científico: no sirven ni
para aumentar nuestro conocimiento de las organizaciones narrativas ni para dar
cuenta de la especificidad de los textos estudiados.
b) Algunas investigaciones literarias
apuntan con frecuencia a conciliar la indagación semiótica con las exigencias
de la época, escogiendo textos no representativos pero modernos y altamente
elaborados. Si su análisis pone a menudo al descubierto el valor heurístico de
la semiótica, a la que enriquece con nuevos conceptos (cuya importancia
intuitiva no debe ser desestimada), de todas formas supone un vicio
redhibitorio: el de no dejar la menor esperanza en una eventual validación.
Algunas veces esos trabajos son
comparables, por su originalidad a los mejores ensayos de crítica literaria, y
se insertan en ellos como puntos de vista
sobre el texto: pierden así su especificidad semiótica. En casos más frecuentes
y menos felices, constituyen lo que podemos considerar como una “aportación” de
la semiótica a la crítica literaria, desde la efímera renovación de su
vocabulario hasta la aparición de una “escritura” semiótica.
c) Por último, una tercera actitud
conjuga los efectos contradictorios de la fascinación que la riqueza del texto
examinado provoca, y la impotencia, confesada o no, para dar cuenta de él. Las
justificaciones teóricas de esta dimisión pueden asumir diversas formas. Se
insistirá, por ejemplo, en la unicidad de cada texto, que constituye un
universo por sí solo, y se postulará la necesidad de construir una gramática
para cada uno: pero lo propio de una gramática es poder dar cuenta de la
producción y de la lectura de un número elevado de textos, y el empleo
metafórico de este término —homenaje del vicio a la virtud— no logra ocultar la
renuncia al proyecto semiótico. Se dirá también que todo textos es susceptible
de una infinidad de lecturas, lo cual suele ser una buena excusa para ahorrarse
lectura alguna, siempre fastidiosa. Se pretenderá, por último, que la riqueza
del texto se debe a que es el producto de una infinidad de códigos autónomos:
forma ésta de desplazar el problema y no de resolverlo, porque, o bien el
sujeto de la enunciación —productor del texto— es un monstruo innumerable, o
bien este sujeto mismo ha estallado ya en mil pedazos y entonces habrá que
recurrir a otras honduras metafísicas para dar con su principio de unidad.
4. Para estas actitudes dimisionarias se
podrían encontrar, es muy posible, razones ideológicas. Sin embargo, por el
momento, bastará con una simple explicación pragmática: los recursos
metodológicos de que hoy en día dispone la semiótica discursiva no corresponden
—o mejor dicho, todavía no corresponden— a las exigencias del análisis de
textos literarios complejos. Pese a ello, la inadecuación entre los medios y
las necesidades no permite incriminar a dichos recursos ni discriminar textos
supuestamente refractarios al análisis. Asimismo, nuestra incapacidad para
reconocer la coherencia sintagmática de ciertos textos o el carácter sistemático
del universo semántico a ellos subyacente, no deben ser precipitadamente
confundidos con la ausencia de coherencia o de sistematicidad.
En suma, todo nos invita a plantear el
problema de la semiótica discursiva en términos de estrategia y de táctica: una
estrategia de conjunto para una disciplina dada, según la cual los objetos
semióticos simples deber ser examinados antes de que los objetos complejos; una
táctica particular, para el enfoque de cada objeto discursivo, que consiste en
adoptar el nivel óptimo de análisis, el más apropiado al objeto, permitiendo
estatuir, a la vez, sobre la especificidad de un texto y sobre sus modos de
participación en el universo sociolectal de las formas narrativas y
discursivas.
Entendiendo que la mejor manera de dar
consejos es ser el primero en aplicarlos, hemos hallado que lo mejor que podía
hacerse era practicar sobre un texto en apariencia simple, producto de un
escritor pasablemente anticuado, e intentar percatarnos por nosotros mismos de
lo que allí sucede.
II
1. Elegir a Maupassant equivale a a
enrolarse de algún modo en la estirpe de Propp, continuando la exploración
semiótica de un “género” literario, el cuento, del cual la obra de Maupassant —situada
entre las de Merimée y Chejov— constituye, según opinión general, uno de los
jalones destacados. También implica escoger un texto conocido: en efecto,
Maupassant es uno de los escritores franceses más leídos. Tomar un texto
ligeramente marchito supone, finalmente, asegurarse de antemano una distancia
entre éste y el lector, cuya mirada no está deformada por reinterpretaciones
modernas.
2. El estudio de un texto literario
plantea inevitablemente, de una manera más o menos explícita, el problema de su
situación en el universo literario sociolectal. Si por “universos literarios”
se entiende clasificaciones de textos correspondientes a las dimensiones de las
áreas culturales (o a veces a los límites de sociedades cerradas sobre sí
mismas), cuya forma es la de etnotaxonomías que —con ayuda de categorías
distintivas y lexicalizaciones apropiadas articulan el conjunto de discursos en
clases y subclases y que rigen, después, las producciones ulteriores de nuevos
discursos; y si se piensa que estas clasificaciones “naturales” se pueden
explicitar y presentar como “teorías de géneros”, vemos que al intentar
describir un texto literario como el de Maupassant, es preciso comenzar por
preguntarse en qué medida no se está describiendo, al mismo tiempo, un texto “realista”
de la prosa francesa del siglo XIX.
(p. 19)
3. Queda así instalada la ambigüedad
como condición previa de la investigación. Porque todo el interés del retorno
al esquema narrativo de Propp por parte de la semiótica, no está en que permite
dar cuenta de la organización narrativa del cuento ruso (o del europeo, que
participa de la misma área cultural), o en que puede ser utilizado como modelo
de análisis en la etnoliteratura en general; dicho interés proviene de que el
esquema proppiano es susceptible de ser considerado, después de algunos ajustes
necesario, como un modelo hipotético pero universal, de la organización de los
discursos narrativos y figurativos.
Así pues, los numerosos estudios de
inspiración semiótica que procuran definir, por ejemplo, el “género fantástico”
o el “género realista”, no aportan tantas respuestas como abren nuevos
interrogantes. Por ejemplo, si se elige como campo de exploración un conjunto
de textos clasificados por tradición y por convención bajo tal o cual etiqueta,
no hay modo alguno de cerciorarse de que los rasgos comunes, seleccionados como
definitorios de un género, lo sean realmente y no reaparezcan idénticos —como vimos
que ha sucedido— en que un género a primera vista distante como podría ser el
discurso trágico. No sólo no existe un texto que sea la realización perfecta de
un género sino que, además, en cuanto organización acrónica, el género es
lógicamente anterior a toda manifestación textual.
¿Debería plantearse entonces en primer
término la existencia de un “discurso realista”, dotado de una organización
propia, independiente de los universos literarios y de las áreas culturales en
que se inscribe, y cuyas propiedades estructurales constantes serían
reconocibles, por ejemplo, como las de los proverbios y enigmas, ya sean
europeos, africanos o asiáticos? ¿Cómo hacer para elevar el realismo al rango
de concepto universal?
Nuestra ambición no nos arrastrará, pues,
a considerar el cuento aquí estudiado como un texto realista.
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