sábado, 30 de junio de 2012

Gilles Deleuze, Crítica y clínica, trad. Thomas Kauf, Anagrama, Barcelona, 2009.

El nombre de Gilles Deleuze aparece con cierta frecuencia en textos reflexivos sobre literatura. En efecto, en el libro Crítica y clínica, Deleuze se ocupa de la escritura como problema: la lengua literaria, su proximidad a una lengua extranjera o al balbuceo, sus aspectos no lingüísticos, que serían las visiones y audiciones que se hacen presentes al escritor a través del delirio. Este delirio creativo estaría en el filo entre el estado clínico y la salud.
         El primer capítulo, “La literatura y la vida”, explica precisamente la idea de la literatura como salud:

La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso […] el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro […], pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él […]. De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde está encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? […] La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. (pp. 14-15)

          Así, Deleuze enumera algunas “disfunciones” literarias: por ejemplo, la esquizofrenia en el artículo “Louis Wolfson o el procedimiento”. Ese procedimiento sería calificado de “esquizofrénico”: una asociación de palabras de la lengua materna y lenguas extranjeras, procedimiento que para Deleuze es, más bien, una psicosis. En tanto que Lewis Carroll sería el autor que apostó todo al “sinsentido”, que dio cuenta del universo entero.
         “Nietzsche y San Pablo, Lawrence y Juan de Patmos” es un resumen crítico del ensayo sobre Juan de Patmos, escrito por D. H. Lawrence con una influencia evidente del Anticristo de Nietzsche: “el Apocalipsis aporta una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de juzgar” (p. 56). Deleuze señala que el cristianismo, con la creación del Apocalipsis, permite la invención de

un nuevo tipo de sacerdote más terrible aún que los anteriores «su técnica de tiranía sacerdotal, su técnica de aglomeración: la creencia en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio». […] La empresa de Cristo es individual. El individuo no se opone tanto a la colectividad en sí; individual y colectivo se oponen en cada uno de nosotros como dos partes diferentes del alma. Pero Cristo apenas se dirige a lo colectivo que hay dentro de nosotros. Su problema «consistía más bien en deshacer el sistema colectivo del sacerdocio-Antiguo Testamento, del sacerdocio judío y a su poder, pero sólo para liberar de esta ganga inútil al alma individual. En cuanto al Césr, le dejaría su parte. En este sentido es aristocrático. Pensaba que una cultura del alma individual bastaría para alejar a los monstruos ocultos en el alma colectiva. Error político…»” (p. 57)

        Este capítulo es uno de los más importantes del libro, pues incluye sus temas constantes: la existencia de un “alma colectiva” que tiende al poder para destruirlo e inaugurar un poder cosmopolita, sostenido sobre el sistema del Juicio. Siguiendo esta idea, Juan de Patmos invertiría los principios de Cristo, mediante el sacerdote cristiano:

Se le obligará a devolver al alma colectiva lo que él jamás quiso darle. O mejor dicho el cristianismo le dará lo que él siempre aborreció, un Yo colectivo, un alma colectiva. Juan de Patmos pone todo su empeño en el asunto: «Siempre títulos de poder, nunca títulos de amor. Cristo siempre es el conquistador, todopoderoso, el destructor de espada resplandeciente, destructor de hombres […]» Obligarán a Cristo a resucitar para ello, le pondrán inyecciones. A Él, que no juzgaba, y que no quería juzgar, lo convertirán en un engranaje esencial en el sistema del Juicio. (p. 60)

        En función de este propósito el libro del Apocalipsis estaría construido como un espectáculo de castigos para los enemigos y gloria para desquite de los débiles. Juan de Patmos sería el hombre del pueblo que se opuso a amor de Cristo que ansiaba dar sin condición, una actitud interpretada como suicida por Lawrence y Deleuze.

          De tal forma, los artículos de Crítica y clínica siguen este método crítico: con la hipótesis general de que “Más próximo al médico que al enfermo, el escritor hace un diagnóstico, pero es el diagnóstico del mundo; sigue paso a paso la enfermedad, pero es la enfermedad genérica del hombre; evalúa las posibilidades de una salud, pero es el nacimiento eventual de un hombre nuevo.”( p.78), Deleuze, en cada capítulo parte de un supuesto construido metafóricamente: “Si los personajes, situaciones y objetos del masoquismo reciben este nombre se debe a que en la obra novelesca de Masoch adquieren una dimensión desconocida, desmedida, que rebasa tanto lo inconsciente como las conciencias. El héroe de la novela está hinchado de poderes que exceden tanto su alma como su entorno” (p. 78). A partir de esa idea, Deleuze extrae fragmentos que apuntan al desarrollo de esa idea inicial y al planteamiento general de la obra como diagnóstico: “La novela en su totalidad se ha convertido en novela de amaestramiento, último avatar de la novela de formación” (p. 79).

        Uno de los mejores artículos es “Bartleby o la fórmula”. Se refiere, por supuesto, al “I would prefer not to”, “Preferiría no”, que a cada mención disminuye la capacidad activa de Bartleby hasta reducirlo al silencio, “como si lo hubiera dicho ya todo, y agotado de golpe también el lenguaje” (p. 100). La fórmula no es una negación ni una afirmación, sino una paulatina retirada de la palabra; una pasividad en suspenso. Nuevamente, Deleuze ve en esta frase la presencia de una lengua extranjera, un soplo psicótico en el lenguaje, pues no cumple con ninguno de los “actos de habla” (mandar, interrogar, prometer, emitir…), implica la renuncia a reproducir palabras, justo lo que ocurre a Bartleby: “la fórmula «desconecta» las palabras y las cosas, las palabras y las acciones, pero también los actos y las palabras: separa el lenguaje de cualquier referencia, siguiendo la voluntad de absoluto de Bartleby, ser un nombre sin referencias” (p. 105). Pero también contagia a los demás, al abogado empleador que termina por huir de un Bartley inmóvil. Este rasgo es una construcción del novelista: el alejamiento de la razón, el surgimiento de personajes sostenidos en la nada, definido como un acto fundador de la novela americana: “El novelista tiene la mirada del profeta, no la del psicólogo” (p. 116), aporta una visión “democrática de la literatura americana; contra la moral europea de la salvación y la caridad, una moral de la vida en la que el alma sólo se realiza tomando carretera, sin otra finalidad, expuesta a todos los contactos, sin tratar jamás de salvar otras almas” (p. 124). Si el novelista es el profeta, el personaje es el médico, como concluye Deleuze:

Lo que Kafka dirá de las «naciones pequeñas» es lo que Melville ya dice de la literatura americana de su época: debido a que hay pocos autores en América, y que el pueblo es indiferente a ellos, el escritor no está en posición de triunfar como maestro reconocido, pero, incluso en el fracaso, sigue siendo el portador de una enunciación colectiva que ya no resulta de la historia literaria, y preserva los derechos de un pueblo futuro o de un devenir humano. Vocación esquizofrénica: aun catatónico y anoréxico, Bartleby no es el enfermo, sino el médico de una América enferma, el Medecine-man, el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros. (pp. 126-127)