domingo, 6 de octubre de 2013

GADAMER, Hans-Georg, POEMA Y DIÁLOGO, trad. Daniel Najmías y Juan Navarro, Gedisa, Barcelona, 2004, pp. 57-59.


Yo y tú, la misma alma

 

¿Veis ya las líneas de estos claros mundos

las laderas de vides coronadas

El céfiro que silba entre los álamos

Y, suaves flautas, el agua de Tívoli?

 

Allí se alza vuestra rubia testa

¿sabeis: la niebla danza en el pantano

Dunas juncos tormenta voz del órgano

Y hasta el rumor del enorme mar?[1]

 

Es lícito preguntarse si el comentario es oportuno cuando el discurso poético, de manera inmediata a ininterrumpida, a través de los claroscuros de palabra y sentido, alcanza al lector y al oyente interior. Ciertamente, estos versos extraídos de El año del alma de Stefan George, con todo el laconismo epigramático de su construcción, no pertenecen a aquellas formas poéticas que dejan siempre detrás suyo la comprensión consumada, adelantándose a ella en la oscuridad. En su sencilla estructura de pregunta y respuesta, estos versos contraponen significativamente dos paisajes y no es necesaria ayuda alguna para reconocer en ellos paisajes anímicos y, en la tensa distancia que separa esos puntos extremos, reconocerse a uno mismo.

Y, sin embargo, también aquí se deja oír una llamada a la interpretación. En primer lugar, estos versos se encuentran en una sección de El año del alma cuyos poemas el propio autor califica de sombras velozmente recortadas. Dos iniciales permiten reconocer a un determinado miembro del círculo de amigos del poeta y podríamos sentirnos tentados a seguir esta pista dada por el propio autor y ver, en el encuentro de dos poetas, un poeta del Norte y el poeta renano-romano de El año del alma, la razón de existir de este poema-dedicatoria.

Pero, en el prefacio a la segunda edición del libro, el poeta advierte contra toda interpretación basada en circunstancias y detalles biográficos: no obstante, pocas veces como en este libro nos hallamos ante una y la misma cosa, “la misma alma”. Es cierto que, en el conjunto del libro, este poema pertenece al grupo de los encabezados con las iniciales de la persona a la que se dirige. En este sentido, la advertencia del autor al respecto carece de importancia. Claro que también es suficientemente significativa. Precisamente, estas composiciones no se han de interpretar como un gesto de reconocimiento a una determinada persona, sino como partes de una obra, trabajadas, adornadas y ordenadas por un escrupuloso orfebre de la palabra. Pertenecen a un orden distinto del de la experiencia concreta, igual que las odas triunfales que Píndaro hacía recitar en las cortes sicilianas y que, sin embargo, son joyas de la literatura griega, igual que las odas de Horacio, introducidas por sonoros vocativos. ¿Qué es lo que convierte esas creaciones en una monumentum aere perennius? ¿Qué arte, qué golpe de fortuna, qué poder de la palabra?

En la serie de esos recortes de sombras, este poema, pese a estar compuesto de dos estrofas de cuatro versos cada una, estructura común a todos los otros poemas de la serie, presenta la particularidad de una composición a dos voces: pregunta y —con otra voz— respuesta. Y como toda relación pregunta/respuesta también tiene ésta una correlación exactamente construida: el tono ascendente que se mantiene en el suspenso propio de toda tentativa, y la firmeza de la respuesta, que une el todo con el todo. [...]

La voz que pregunta tiene algo de perentorio, de ella emanan superioridad y seguridad, sabe lo que dice y a quién se dirige. Apelando a sus mundos luminosos, recoge los oscuros mundos del otro. Y cuando el interpelado ve, vislumbra (ahnt) esos “claros mundos”, parece que los hubiera de reconocer como una meta alta y remota, como una tierra prometida. Los “claros mundos” aparecen como líneas —como claras líneas de un horizonte de montañas lejanas—. ¿O acaso también como la clara línea que lleva a esos mundos luminosos, su arquitectura espiritual? Ambas cosas, un ejemplo claro y un ejemplo de claridad: el paisaje, configurado en su totalidad por los hombres y animado por la luminosa espiritualidad de la transformación ejercida por el hombre. Las laderas, con todo su colorido, coronadas de vides, evocan los viñedos renanos, un paisaje magnífico, construido según un estricto plan y como coronado por el oro otoñal de las vides. Los elementos, con su fuerza prehumana, están solamente per contrarium en la claridad domeñada de ese paisaje. Ni la susurrante voz artificial del céfiro, ni los erguidos álamos los evocan. El álamo, árbol que se introdujo en Europa en el siglo xviii, se asocia al espíritu geométrico de la época, al paisaje del siglo, reglamentado, cuadriculado, planificado, como símbolo de la naturaleza dominada y ordenada por el hombre, y, finalmente, en el cuarto verso suena toda la magia de una naturaleza transformada en arte. Con la llamada a Tibur, la célebre residencia de verano de la época de Augusto, que todos los humanistas conocen a través de Horacio, surge tal vez una duda en la visión del paisaje del lector/oyente: si acaso aquí el genuino Sur, Italia, se opone al puro Norte, hasta que reconocemos la evidencia más fuerte de la palabra simbólica (“Tibur” es Tívoli) y nos damos cuenta asombrados de que los famosos juegos de agua de ese lugar privilegiado representan algo más que el símbolo del peregrinaje alemán hacia Roma, que requieren la gracia y el placer de vivir de la civilización romano-renana como una dimensión del alma humana…


[1] Ihr ahnt die linien unsrer hellen velten / die bunten halden mit den rebenkronen / Den zefir der durch grade pappeln flüstert / UndTiburs wasser wich wie libesflöten? // Da hebt sich ewer blondes haupt: kennt IHR / Der nebel tanz im moor grenzenlos / Im Dúnenried der stürme orgelton / Und dasgerausch de ungeheruren see?

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