Yo y tú, la misma alma
¿Veis ya las líneas de estos
claros mundos
las laderas de vides coronadas
El céfiro que silba entre los
álamos
Y, suaves flautas, el agua de
Tívoli?
Allí se alza vuestra rubia
testa
¿sabeis: la niebla danza en el
pantano
Dunas juncos tormenta voz del
órgano
Y hasta el rumor del enorme
mar?[1]
Es
lícito preguntarse si el comentario es oportuno cuando el discurso poético, de
manera inmediata a ininterrumpida, a través de los claroscuros de palabra y
sentido, alcanza al lector y al oyente interior. Ciertamente, estos versos
extraídos de El año del alma de
Stefan George, con todo el laconismo epigramático de su construcción, no
pertenecen a aquellas formas poéticas que dejan siempre detrás suyo la
comprensión consumada, adelantándose a ella en la oscuridad. En su sencilla
estructura de pregunta y respuesta, estos versos contraponen significativamente
dos paisajes y no es necesaria ayuda alguna para reconocer en ellos paisajes
anímicos y, en la tensa distancia que separa esos puntos extremos, reconocerse
a uno mismo.
Y, sin embargo, también aquí se deja oír una llamada a
la interpretación. En primer lugar, estos versos se encuentran en una sección
de El año del alma cuyos poemas el
propio autor califica de sombras velozmente recortadas. Dos iniciales permiten
reconocer a un determinado miembro del círculo de amigos del poeta y podríamos
sentirnos tentados a seguir esta pista dada por el propio autor y ver, en el
encuentro de dos poetas, un poeta del Norte y el poeta renano-romano de El año del alma, la razón de existir de
este poema-dedicatoria.
Pero, en el prefacio a la segunda edición del libro, el
poeta advierte contra toda interpretación basada en circunstancias y detalles
biográficos: no obstante, pocas veces como en este libro nos hallamos ante una
y la misma cosa, “la misma alma”. Es cierto que, en el conjunto del libro, este
poema pertenece al grupo de los encabezados con las iniciales de la persona a
la que se dirige. En este sentido, la advertencia del autor al respecto carece
de importancia. Claro que también es suficientemente significativa.
Precisamente, estas composiciones no se han de interpretar como un gesto de
reconocimiento a una determinada persona, sino como partes de una obra,
trabajadas, adornadas y ordenadas por un escrupuloso orfebre de la palabra.
Pertenecen a un orden distinto del de la experiencia concreta, igual que las odas
triunfales que Píndaro hacía recitar en las cortes sicilianas y que, sin
embargo, son joyas de la literatura griega, igual que las odas de Horacio,
introducidas por sonoros vocativos. ¿Qué es lo que convierte esas creaciones en
una monumentum aere perennius? ¿Qué
arte, qué golpe de fortuna, qué poder de la palabra?
En la serie de esos recortes de sombras, este poema,
pese a estar compuesto de dos estrofas de cuatro versos cada una, estructura
común a todos los otros poemas de la serie, presenta la particularidad de una
composición a dos voces: pregunta y —con otra voz— respuesta. Y como toda
relación pregunta/respuesta también tiene ésta una correlación exactamente
construida: el tono ascendente que se mantiene en el suspenso propio de toda
tentativa, y la firmeza de la respuesta, que une el todo con el todo. [...]
La voz que pregunta tiene algo de perentorio, de ella
emanan superioridad y seguridad, sabe lo que dice y a quién se dirige. Apelando
a sus mundos luminosos, recoge los oscuros mundos del otro. Y cuando el
interpelado ve, vislumbra (ahnt) esos
“claros mundos”, parece que los hubiera de reconocer como una meta alta y
remota, como una tierra prometida. Los “claros mundos” aparecen como líneas
—como claras líneas de un horizonte de montañas lejanas—. ¿O acaso también como
la clara línea que lleva a esos
mundos luminosos, su arquitectura espiritual? Ambas cosas, un ejemplo claro y
un ejemplo de claridad: el paisaje, configurado en su totalidad por los hombres
y animado por la luminosa espiritualidad de la transformación ejercida por el
hombre. Las laderas, con todo su colorido, coronadas de vides, evocan los
viñedos renanos, un paisaje magnífico, construido según un estricto plan y como
coronado por el oro otoñal de las vides. Los elementos, con su fuerza
prehumana, están solamente per contrarium
en la claridad domeñada de ese paisaje. Ni la susurrante voz artificial del
céfiro, ni los erguidos álamos los evocan. El álamo, árbol que se introdujo en
Europa en el siglo xviii, se asocia al espíritu geométrico de la época, al paisaje del siglo,
reglamentado, cuadriculado, planificado, como símbolo de la naturaleza dominada
y ordenada por el hombre, y, finalmente, en el cuarto verso suena toda la magia
de una naturaleza transformada en arte. Con la llamada a Tibur, la célebre
residencia de verano de la época de Augusto, que todos los humanistas conocen a
través de Horacio, surge tal vez una duda en la visión del paisaje del
lector/oyente: si acaso aquí el genuino Sur, Italia, se opone al puro Norte,
hasta que reconocemos la evidencia más fuerte de la palabra simbólica (“Tibur”
es Tívoli) y nos damos cuenta asombrados de que los famosos juegos de agua de
ese lugar privilegiado representan algo más que el símbolo del peregrinaje
alemán hacia Roma, que requieren la gracia y el placer de vivir de la
civilización romano-renana como una dimensión del alma humana…
[1] Ihr ahnt die linien unsrer
hellen velten / die bunten halden mit den rebenkronen / Den zefir der durch
grade pappeln flüstert / UndTiburs wasser wich wie libesflöten? // Da hebt sich
ewer blondes haupt: kennt IHR / Der nebel tanz im moor grenzenlos / Im
Dúnenried der stürme orgelton / Und dasgerausch de ungeheruren see?
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