El
nombre de Gilles Deleuze aparece con cierta frecuencia en textos reflexivos
sobre literatura. En efecto, en el libro Crítica
y clínica, Deleuze se ocupa de la escritura como problema: la lengua
literaria, su proximidad a una lengua extranjera o al balbuceo, sus aspectos no lingüísticos, que serían las visiones y audiciones
que se hacen presentes al escritor a través del delirio. Este delirio creativo
estaría en el filo entre el estado
clínico y la salud.
El
primer capítulo, “La literatura y la vida”, explica precisamente la idea de la
literatura como salud:
La enfermedad no
es proceso, sino detención del proceso […] el escritor como tal no está
enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo
es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre.
La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no
forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro […], pero goza de una
irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas
demasiado grandes para él […]. De lo que ha visto y oído, el escritor regresa
con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para
liberar la vida allá donde está encarcelada por y en el hombre, por y en los
organismos y los géneros? […] La salud como literatura, como escritura,
consiste en inventar un pueblo que falta. (pp. 14-15)
Así,
Deleuze enumera algunas “disfunciones” literarias: por ejemplo, la
esquizofrenia en el artículo “Louis Wolfson o el procedimiento”. Ese procedimiento sería calificado de “esquizofrénico”: una asociación de palabras de la lengua
materna y lenguas extranjeras, procedimiento que para Deleuze es, más bien, una
psicosis. En tanto que Lewis Carroll sería el autor que apostó todo al “sinsentido”, que dio
cuenta del universo entero.
“Nietzsche
y San Pablo, Lawrence y Juan de Patmos” es un resumen crítico del ensayo sobre Juan de Patmos, escrito por D. H. Lawrence con una influencia evidente del Anticristo de Nietzsche: “el
Apocalipsis aporta una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de juzgar” (p. 56). Deleuze señala que el cristianismo, con
la creación del Apocalipsis, permite la invención de
un nuevo tipo de
sacerdote más terrible aún que los anteriores «su técnica de tiranía sacerdotal,
su técnica de aglomeración: la creencia en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio». […] La
empresa de Cristo es individual. El individuo no se opone tanto a la
colectividad en sí; individual y colectivo se oponen en cada uno de nosotros
como dos partes diferentes del alma. Pero Cristo apenas se dirige a lo
colectivo que hay dentro de nosotros. Su problema «consistía más bien en
deshacer el sistema colectivo del sacerdocio-Antiguo Testamento, del sacerdocio
judío y a su poder, pero sólo para liberar de esta ganga inútil al alma
individual. En cuanto al Césr, le dejaría su parte. En este sentido es
aristocrático. Pensaba que una cultura del alma individual bastaría para alejar
a los monstruos ocultos en el alma colectiva. Error político…»” (p. 57)
Este
capítulo es uno de los más importantes del libro, pues incluye sus temas
constantes: la existencia de un “alma colectiva” que tiende al poder para destruirlo
e inaugurar un poder cosmopolita, sostenido sobre el sistema del Juicio.
Siguiendo esta idea, Juan de Patmos invertiría los principios de Cristo,
mediante el sacerdote cristiano:
Se le obligará a
devolver al alma colectiva lo que él jamás quiso darle. O mejor dicho el
cristianismo le dará lo que él siempre aborreció, un Yo colectivo, un alma
colectiva. Juan de Patmos pone todo su empeño en el asunto: «Siempre títulos de
poder, nunca títulos de amor. Cristo siempre es el conquistador, todopoderoso,
el destructor de espada resplandeciente, destructor de hombres […]» Obligarán a
Cristo a resucitar para ello, le pondrán inyecciones. A Él, que no juzgaba, y
que no quería juzgar, lo convertirán en un engranaje esencial en el sistema del
Juicio. (p. 60)
En
función de este propósito el libro del Apocalipsis estaría construido como un
espectáculo de castigos para los enemigos y gloria para desquite de los
débiles. Juan de Patmos sería el hombre del pueblo que se opuso a amor de
Cristo que ansiaba dar sin condición,
una actitud interpretada como suicida por Lawrence y Deleuze.
De
tal forma, los artículos de Crítica y
clínica siguen este método crítico: con la hipótesis general de que “Más
próximo al médico que al enfermo, el escritor hace un diagnóstico, pero es el
diagnóstico del mundo; sigue paso a paso la enfermedad, pero es la enfermedad
genérica del hombre; evalúa las posibilidades de una salud, pero es el
nacimiento eventual de un hombre nuevo.”( p.78), Deleuze, en cada capítulo parte
de un supuesto construido metafóricamente: “Si los personajes, situaciones y
objetos del masoquismo reciben este nombre se debe a que en la obra novelesca
de Masoch adquieren una dimensión desconocida, desmedida, que rebasa tanto lo
inconsciente como las conciencias. El
héroe de la novela está hinchado de poderes que exceden tanto su alma como su
entorno” (p. 78). A partir de esa idea, Deleuze extrae fragmentos que
apuntan al desarrollo de esa idea inicial y al planteamiento general de la obra
como diagnóstico: “La novela en su totalidad se ha convertido en novela de
amaestramiento, último avatar de la novela de formación” (p. 79).
Uno
de los mejores artículos es “Bartleby o la fórmula”. Se refiere, por supuesto, al
“I would prefer not to”, “Preferiría
no”, que a cada mención disminuye la capacidad activa de Bartleby hasta
reducirlo al silencio, “como si lo hubiera dicho ya todo, y agotado de golpe
también el lenguaje” (p. 100). La fórmula no es una negación ni una afirmación,
sino una paulatina retirada de la palabra; una pasividad en suspenso.
Nuevamente, Deleuze ve en esta frase la presencia de una lengua extranjera, un
soplo psicótico en el lenguaje, pues no cumple con ninguno de los “actos de
habla” (mandar, interrogar, prometer, emitir…), implica la renuncia a
reproducir palabras, justo lo que ocurre a Bartleby: “la fórmula «desconecta»
las palabras y las cosas, las palabras y las acciones, pero también los actos y
las palabras: separa el lenguaje de cualquier referencia, siguiendo la voluntad
de absoluto de Bartleby, ser un nombre
sin referencias” (p. 105). Pero también contagia a los demás, al abogado
empleador que termina por huir de un Bartley inmóvil. Este rasgo es una
construcción del novelista: el alejamiento de la razón, el surgimiento de
personajes sostenidos en la nada, definido como un acto fundador de la novela
americana: “El novelista tiene la mirada del profeta, no la del psicólogo” (p.
116), aporta una visión “democrática de
la literatura americana; contra la moral europea de la salvación y la caridad,
una moral de la vida en la que el alma sólo se realiza tomando carretera, sin
otra finalidad, expuesta a todos los contactos, sin tratar jamás de salvar
otras almas” (p. 124). Si el novelista es el profeta, el personaje es el
médico, como concluye Deleuze:
Lo que Kafka
dirá de las «naciones pequeñas» es lo que Melville ya dice de la literatura
americana de su época: debido a que hay pocos autores en América, y que el
pueblo es indiferente a ellos, el escritor no está en posición de triunfar como
maestro reconocido, pero, incluso en el fracaso, sigue siendo el portador de
una enunciación colectiva que ya no resulta de la historia literaria, y
preserva los derechos de un pueblo futuro o de un devenir humano. Vocación
esquizofrénica: aun catatónico y anoréxico, Bartleby no es el enfermo, sino el
médico de una América enferma, el Medecine-man,
el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros. (pp. 126-127)
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